24 de desembre 2008

primer dinàmic en Sopó

Este fue el primer vuelo dinámico en el Sopó, el primero con mi nuevo trapo y el primero en el que casi atropello a alguien.


13 de novembre 2008

pity

hace tiempo que esta canción me rondaba la cabeza no sabía bien cómo ni por qué, feliz cumpleaños.

23 d’agost 2008

Donde nos enamoramos

JUAN CRUZ 10/08/2008 ELPAIS.com

Dénia, prehistórica, que presume de estar antes que el Mediterráneo, inventó Les Rotes como si fuera una república independiente. Recorrido con Manuel Vicent de cicerone

Le pregunté a una chica que cumplió dieciocho años en Dénia y que ahora tiene cuarenta qué eran para ella estas playas, y me respondió, por e-mail:

"Ah, Dénia era la libertad y el mar. Pero sobre todo la libertad que nos proporcionaba estar delante de ese mar, y salir por las noches con las pandas de amigos hasta horas prohibidas en nuestra vida en la gran ciudad".

Después añadió, en el mismo correo:

"En Dénia aprendí a besar y a querer".

Luego me llamó y me dijo: "¡Vete a Les Rotes!".

Entonces, cuando fui a Les Rotes, supe qué decía la mujer que se enamoró en Dénia.

Hay pueblos que inventan un sitio donde parar el tiempo. Y Dénia, que es prehistórica, y presume de estar aquí antes de que estuviera el Mediterráneo, inventó Les Rotes como si fuera una república independiente de la nueva Dénia.

Les Rotes está bajo el inmenso Montgó blanco, un monte que, según Manuel Vicent, que vive a su sombra al menos desde 1967, es como un ciprés caído desde el mar, y a veces también como un elefante. Cuando estuvimos allí, una neblina otoñal había caído sobre ese trozo del Mediterráneo, y esa montaña calcárea y como animal parecía formar parte del conjunto de nubes que al fin cumplió su amenaza y descargó sobre el cementerio de los Ingleses.

Bajo el Montgó, Les Rotes se desliza como piedras relucientes, marrones, arcillosas, guardadas por veraneantes silenciosos que se sientan a la orilla para desgranar la misma melancolía que venía en aquella carta. En esta ocasión, cuando nosotros llegamos, dos madrileñas a las que no pedí sus nombres se contaban historias de cuando vinieron por primera vez, enamoradas, recién casadas acaso, o ya perseguidas por el mal que entonces les hacía bien.

Luego siguieron su camino y las encontramos más allá, andando por la mitad de su paseo de seis kilómetros, esperando acaso que se despertaran los adolescentes que había en casa. Pararon, como nosotros, en Helios, un bar que parece un oasis de té frente al mar de Tánger, aunque en este caso no es Paul Bowles, sino Manuel Vicent, quien se sienta aquí ante un gin tonic y ante el sol, que está a la espera.

Ellas se sientan con una mujer mayor que ellas, y piden cervezas y tapas que cocina, en Helios, una cocinera que prepara el atún como nadie. Es María Rosa Antolín, vino aquí hace veinte años, y es de San Sebastián y de Extremadura, a partes iguales. Le pregunté por qué ha venido, y como titubeó la ayudé, acordándome de aquella carta sobre el amor en Dénia:

-Vino por amor.

María Rosa se limpió las manos con su delantal y quiso decir algo, pero su hijo Juan, que desayunaba con su novia antes de empezar a trabajar, le atajó desde el fondo:

-¡Por desamor! ¡Viniste por desamor!

Ella asintió, riendo, "pues vine por desamor", y pasó a describir la felicidad en Dénia. "Este bar y unas gambas de Dénia en el Faralló". Y Les Rotes. Como Les Rotes no hay nada, en este pueblo, nos dijo luego Pablo, que es dueño de este bar, también, desde hace veinte años, cuando sus padres se lo dejaron y él quiso dejarlo como estaba, un lugar tranquilo que alguna vez fue la capital de los hippies en Dénia.

María Rosa posa, para la foto, en el banquito donde durante años mucha gente, como aquella chica que nos escribió el e-mail, se fumó los primeros porros o dio sus primeros besos. Es un banquito humilde, alargado, como la convocatoria de una reunión de confidencias.

Dénia es también Las Marinas; claro, es que si no fuera por Las Marinas, Dénia ahora sería como un poblado griego que a lo mejor aún viviría de las viñas que mató la filoxera, pero que hasta entonces, principios del siglo pasado, hizo del lugar, gracias al moscatel y a las pasas, uno de los sitios más prósperos del Mediterráneo.

Próspero e inglés, así fue. Aún hoy, cuando acaba el bullicio de Las Marinas -las playas alargadas, de arena rubia, excepto hoy, que la lluvia la ha apelmazado y le ha puesto color de burro cansado-, los ingleses tranquilos vienen a Dénia a recordar viejos tiempos y a tomar té en la calle Campos.

Pero los ingleses -esos ingleses- son una reliquia, como el cementerio. Es un misterio el cementerio de los Ingleses. Es un cementerio anglicano; morían los ingleses, como es natural; venían en busca del moscatel, de las pasas y de la riqueza, y traían bacalao y otros productos, de Canadá, del Reino Unido, y a veces se producían naufragios que el tiempo convirtió en misteriosos y, por tanto, en mitológicos. Y a veces morían, de muerte natural, en estas estribaciones que dan al mar del que venían. Y había que enterrarlos fuera del recinto católico.

Ahora, el cementerio de los Ingleses es un lugar inaccesible -menos para Vicent y para el fotógrafo Císcar- en el que florece todo tipo de plantas tristes bajo la sombra del Montgó y de la historia. Parece un cementerio medieval inglés, breve, como muy meditado. Se sube al cementerio, desde la vereda que rodea Les Rotes, junto al mar, por un promontorio escarpado, casi vertical, de arcilla. Decía Vicent que hasta ese día no había llovido en Dénia desde 1918, pero en el instante en que nosotros ascendimos peligrosamente por ese promontorio cayó una tromba de agua que el escritor y el fotógrafo aguantaron con estoicismo y, según otros espectadores, con heroicidad.

El poeta Tono Fornés, que nació en el norte de África, pero que es de Dénia de toda la vida, y da clases de su geología y de su biología, ha pasado aquí, en este cementerio marino, tan atractivo como el mar o como la vida, muchas tardes de otoño, cuando el sol también refresca, y ha celebrado el amor con su novia, tomando vino entre las tumbas vacías de los que vinieron aquí buscando un esplendor que fue real y que ahora es memoria.

Y no tan sólo memoria. Aquí hay unas casonas, sobre todo en Les Rotes, que sólo pudieron ser gracias primero a la vid y luego a la naranja; Dénia jamás sufrió la impronta de la derrota económica, o por lo menos tuvo arrestos para afrontarla. Cuando no tuvo nada, tuvo juguetes, y cuando vino la guerra, esas fábricas de juguetes siguieron sirviendo... para fabricar armas. Da escalofríos, pero la historia de Dénia lo subraya.

Y cuando no hubo remedio, este pueblo que tiene su símbolo de silencio en Les Rotes y su susurro de noche en Helios se rindió a la reina del turismo y abrió Las Marinas a la especulación y al gentío. Por eso, siempre que te hablan de este lugar en el que reina el Montgó te citan un sitio y otro -Les Rotes, Las Marinas- como si fueran la izquierda y la derecha (o viceversa) en el cosmos.

El símbolo del otro lado es esa frontera de ladrillo que construyó un falangista que se le rebeló a Franco, Manuel Hedilla; ahí hay una escalera de pisos que amenazaron, incluso, el aire de Dénia; están ante el mar como un puñetazo en una estética que luego no agrede tanto; pero ese puñetazo duele, o eso al menos dicen Tono y su colega el profesor Jesús Pons, que da clases de valenciano. Los dos están al borde del mar, en un nuevo club náutico que aquí ya conocen como el club de los borjamaris, acaso porque viene gente que se llama Borja Mari, o vete a saber.

En todo caso, estamos en la frontera de lo que fue Dénia, o quiso ser, y lo que el futuro le depara al presente para que éste se entere. Nosotros nos hemos quedado sobrecogidos por esa excursión escarpadísima al cementerio de los Ingleses, y aún persiste en el ánimo el sobrecogedor aspecto de este recinto en el que se adivina la sombra indiferente de pinos como cipreses, escarbando en la arcilla roja (el marge roig, que dice Tono) que ha dejado imposibles los pantalones blancos de Manuel Vicent.

Acaso para aliviar ese sobrecogimiento, Vicent cuenta una anécdota que también te pone el estómago en un puño. Se dice que Bette Davis, la divina malvada, vino aquí a protagonizar, con Robert Starck, una película sobre John Paul Jones. Era 1953 y no había carne en Dénia, ni muchas cosas. Entonces, éste era un lugar fantástico para rodar, porque aún parecía un retiro griego, y se recuerda la figura de Alec Guinness sentado en un Rolls-Royce verde aceituna, y detrás, en un Aston Martin, Dirk Bogarde... Bueno, pues Bette exigía la carne que no había, ni un trozo. El del catering, uno de Dénia, inventó entonces una cacería por la región, y en el sigilo de la noche se hizo con la vida de dieciocho gatos, cuya carne -más roja que la de vaca, hubo que hacerla con tomate- sirvió para otros tantos bocadillos que Bette se comió en los días siguientes adornando su felicidad con este gritito: "¡Beautiful!".

Con ese ánimo fuimos a comer, pescado, naturalmente, en Noguera, restaurante adosado a un hotel que interrumpe, en Las Marinas, la ambición de lugar de masas que tiene la playa. El arroz tarda mucho, nos dijo Ana Belén, una mujer que parece extraída de la mejor parte de las películas de Fellini, y que repartió felicidad y ganas de vivir entre los comensales, entre ellos el poeta Fornés, para quien el Montgó, Les Rotes y el puerto son sus amores de Dénia. "¡Y el carrer Campos!".

Ah, es una playa y es verano, aunque hoy llueve, algo que no ocurría (exageraciones de los poetas) desde 1918... Y el tráfico y la lluvia hacen que alguien aventure una definición: "Dénia es Les Rotes y Las Marinas, y en medio, el puerto... y el tráfico". En esa ruta que nos lleva hasta el extremo de Las Marinas, la vecina Ibiza se hace presente, en bares que la recuerdan, ahí enfrente del cabo de Sant Antoni, que une por el mar el continente con la isla; y ese aire ibicenco recuerda la divisa que domina en este lugar y en tantos de esta costa a la que Joan Manuel Serrat le dedicó su mejor copla. Aquí se dice, y es verdad, "haz lo que quieras, pero no molestes". El turismo hurga, está ahí, es como la pasa y como la naranja, hace más ruido, atrae a menos caballeros como aquellos cuyas sombras ahora reposan sobre la arcilla del cementerio de los Ingleses (sus esqueletos no están, volaron a sus países), pero deja las divisas con las que Dénia sigue siendo un lugar feliz sobre la tierra donde ahora, en este mismo instante en que miramos hacia uno de los balcones del viejo hotel Los Ángeles, sobre los farolitos prehistóricos que aún mantiene, una joven enciende un cigarrillo, piensa, deja que su mirada se confunda con el mar lechoso y a lo mejor escribe luego una carta como aquélla:

"Dénia es la libertad y el mar... En Dénia aprendo a besar y a querer".

Manuel Vicent, que aquí nos dijo adiós, explicó así el sitio: "Cuando vine era lo único que había, el hotel, los farolitos. Una música y unas parejas bailando. Agarrados".

Enamorados, como entonces.

24 de juny 2008

El putocomparendodelamierda

Tenía que pagar un comparendo y le pregunté a un amigo que acababa de pagar uno:
- vaya a A V Villas en la 34 con 7a
una vez allí me dijo la cajera:
- No, aquí no es, vaya a la 27 con 7a AV Villas comercial
una vez a llí me dijo la cajera:
- No, este banco no hace esas cosas, ¿De qué banco es usted?
- de Bancolombia
- Aquí al lado hay uno, vaya allí que eso lo paga por PAC
en Bancolombia me dijeron:
- Ah no, le informaron mal, vaya a Colpatria en la 31 con 7a
en colpatria me dijeron:
- Sí lo puede pagar, pero es es en la 18 con 8a
Así que me fuí a la Policía de Teusaquillo que está en la 13 con 40 y enfrente me encontré con otro banco, "total uno más, qué más da aquí o allá" pensé y entré a preguntar
- Ah sí, eso es en Colmena frente a la estación de Policía
¿Será que hasta tengo intuición? al llegar:
- Sí, rellene ese formulario.
Y entonces no pasó nada más. Nada de "ese tipo de comparendos no se pagan aquí" o "lo tiene que pagar el infractor" o "se cayó el sistema" ninguna sorpresa más. Lo conseguí tras 3 horas de visita turistica bancaria 7a arriba 13a abajo.

Me acordé de aquella canción que empieza con...

Harto ya de estar harto, ya me cansé

de preguntarle al mundo por qué y por qué.

y acaba con

Qué más da, qué más da
aquí o allá.



19 de maig 2008

si de los errores se aprende yo debo ser muy listo

En realidad fueron más de tres intentos, pero al final el viento me dejó probar la escuela de Sopó.

A la de una



a la de dos



y a la de tres.


05 de maig 2008

El canto del gallo

(...)
Y
caminando iba pensando que ganar
siempre es tentar a la otra cara de la suerte
y que por eso te hacen daño los huesos
cuando golpeas fuerte.

(...)

Y sintió la alegría del olvido
y al andar descubrió la maravilla
del sonido de sus propios pasos
en la gravilla.
Radio Futura

20 d’abril 2008

Instrucciones para montar en buseta:


1º Agudiza la vista y ten clara tu ruta y sus posibles desviaciones. Ten en cuenta que la buseta se te acercará a toda leche y tendrás fracciones de segundo para leer el letrero, descifrar su ruta, levantar la mano y (esto es crucial) clavar la mirada en el conductor. Si haces todo eso y además el tráfico no lo impide (tiene que ser grave cuando lo impide), entonces date por afortunado, podrás montarte en una buseta.

2º Enhorabuena lo has conseguido. Apenas entres tienes que ver por donde saldrás. Si es por delante no importa si está llena o vacía, si es por detrás reza por que esté vacía. En este último caso, verás que el pasillo está hecho de medio cuerpo de ancho y sin embargo hay dos personas, misterios de la geometría. Pero lo mejor está por llegar porque vas a experimentar lo que es un túnel cuántico, vas a ser capaz de pasar por ese espacio que ocupan los que bloquean el pasillo donde no cabe ni un alfiler, no sólo tú sino además tu mochila, bolso, maleta o lo que te acompañe pasarán también, misterios de la cuántica.

3º Ahora toca salir. Lo primero es prepararse con tiempo, acuérdate que el tipo va todo enmierdado. Así que te sitúas cerca de la salida y empiezas a buscar el timbre, normalmente hay un letrero para ciegos, pero cuando no lo hay, la has jodido. Seguro que está en frente de tus narices camuflado como si fuera un clavo o un tornillo más del mobiliario de la buseta y te pones como un bobo a apretar todos los tornillos que tienes a tu alcance. Una vez encontrado calcula la velocidad de la buseta (lo que depende del tráfico, humor del conductor…) y donde quieres que te deje. Si crees que necesitará 50m para detenerse, aprieta el timbre 100m antes y verás como el desgraciado todavía se pasa 200m sobre tus cálculos antes de detenerse. Puede ser que el primer timbrazo no lo haya oído por estar cantando a pulmón limpio el último vallenato de moda (cuya letra seguro es algo así “yo que tanto hice por ella y me dejó, a partir de ahora voy a ser un cabrón con las mujeres”). Bien, si no escuchó el primer timbrazo, timbra otra vez, pero jamás lo hagas una tercera porque romperás su estado de éxtasis cantatorio, si lo haces, no se detendrá hasta llegar a la parte del vallenato de “…y ahora tu que eres una santa te jodiste porque soy un cabrón” que suele estar por el final. Para bajarte tienes que mirar con mucho cuidado porque siempre hay una moto que adelanta por la derecha aunque no exista espacio físico, pasa la moto, otro túnel cuántico.

Y justo cuando pones el pie en el suelo arranca y casi te das una ostia contra el suelo, pero lo lograste, has sobrevivido a la buseta.

04 d’abril 2008

las tractomulas de la linea

Para ir de Bogotá a Cali por tierra uno suele cruzar la línea, que no es más que la cresta de una de tantas cordilleras que recorren Colombia. Las cordilleras siempre fueron paredes que salen de la tierra para separar a los colombianos. Y estos no las cruzan por unirse sino por llevarle la contraria a la tierra, por piliones, esto es parte de su idiosincrasia.
La línea es el cordón umbilical que une la capital con la placenta del mercado asiático. Está habitada por niños en las curvas, campesinos con mulas en las cunetas y mujeres que venden comida donde quepa un cambuche. Está transitada por carros, motos, buses, busetas, taxis y por tractomulas. Estas últimas son las reinas de la línea.
Uno llega a la línea arrastrando el calor de las tierras bajas, la humedad y las carreteras rectas. Entonces empiezas a notar una leve caída de fuerza en el motor y a tener más curvas de las normales. El vapor empaña los cristales y empiezas a oler la humedad fresca de la montaña. El motor sigue perdiendo fuerza, pero no importa porque el verde va cambiando y deseas ir más despacio para disfrutar mejor los hachazos que pulieron las montañas. La camiseta de manga corta ya no te sirve para el frío y entonces es cuando echas mano de la chaquetilla que te cubría del amanecer en Bogotá.
No estamos solos en la línea, a parte de sus habitantes perennes estamos los caducos. Las motos se cuelan por la derecha, entran y salen del refugio que da el gigante de enfrente y rebasan en las curvas a esas moles que giran tímidamente. Siempre hay sitio para ellas donde refugiarse, pegaditas a la derecha, por la cuneta, entre dos. Siempre pasan. No así los carros, aunque muchos se lo crean, no caben. Les toca apurar el imaginario eje para, en un resquicio, salir rápido, emocionados como niños por poder pasar al de enfrente, por haber rebasado una barrera más que los separa de las rectas que les esperan abajo cual vírgenes del paraíso musulmán. Los peores son las busetas. Son como adolescentes; con la inocencia de un crío y la fortaleza de un hombre, la temeridad de la inexperiencia. Creen ser rápidas y no lo son, imponen sus dimensiones y sus pasajeros a aquel que ose desafiarlas. Son rabiosas para cruzarse sin motivo en la calzada, son egoístas para retener a los de atrás a su antojo sin dar oportunidad a nadie. Ellas vencen siempre. O casi siempre.
Pero como decía, las reinas son las tractomulas. Su propio nombre ya lo expresa: son mulas de tracción, mulas al fin y al cabo. Divididas en tractor y remolque, en cabeza y cuerpo. Son las únicas que no llevan prisa. Imponen los tiempos porque de subida o bajada, cargadas o vacías van a la misma velocidad. Son las únicas que hacen detenerse a una buseta, no porque ellas impongan su fuerza sino porque creen las busetas que ese dragón las sacará del camino de un coletazo. Con parsimonia se toman toda la curva y la gente espera paciente sabedora de que hay tiempos que hay que respetar. Nadie les exige ni les pita, en esta tierra donde toca lucharse cada centímetro cuadrado, se acepta esa gran mole y su parsimonia como quien acepta el ritmo de la naturaleza como invariable.
Yendo de Bogotá a Cali, vi a algunas tractomulas que habían perdido toda su fuerza, pegadas a la cuneta cansadas. Tenían la cabina inclinada hacia delante mostrando sus vísceras humeantes como las bestias que tras haber luchado con una fuerza descomunal durante toda su vida, saben que lo único inevitable es la muerte.



20 de març 2008

03 de febrer 2008

sobre la 7a

En la séptima todavía había contraflujo y se oía menos motores que de costumbre. Corriente, colectivo y ejecutivo, todos igual de incómodos con sus asientos para enanos y su conducción temeraria, sin diferenciarse más que por los 100 pesos. Esos motores y la caja registradora eran el ruido de fondo. La imagen era la de mi pulgar sobre su índice comparando el mate de mi uña descuidada con el brillo de la suya esmaltada. Sobre la mesa un té de frutas tropicales y un jugo. Apoyados en ella dos personas hablando sin escucharse porque saben qué dirá el uno del otro, saben a dónde se dirigen.

Por eso no gastamos mucho tiempo hablando, nos dedicamos a esperar el momento de salir, callados y temerosos, al futuro, sin ganas de asomarse a la realidad de mirarse sin verse, deseando que fuera un capítulo más de una serie cómica. Ese capítulo donde se ponen serios los guionistas y los personajes no cuentan más chistes sino penas que le dan la vuelta al argumento, rompiendo la realidad que habían formado, sobre la que giraba cada mueca, cada escena, cada risa. Deseaba que el director dijera "corten" y se terminara el capítulo. Y salidrían los títulos sin la típica música del final, con un silencio, letras blancas sobre fondo negro, esperando como espectador el letrero de "continuará". Sabiendo como coprotagonista, codirector y coguionista que esas palabras las escribe uno mismo con sus manos.